martes, 6 de mayo de 2014

Cuando Clara tuvo una pesadilla, el monstruo escapó del armario y finalmente salió el sol.

Me desperté y oí cómo esos gritos de dolor se propagaban por toda la casa acompañados de una lluvia nocturna. Salí corriendo de mi habitación buscando su origen y la sangre se me heló al ver que salían de detrás de la puerta roja. La voz de mi consciencia me hablaba recordándome cómo mi abuelo me dijo que no la abriera nunca bajo ningún concepto, que lo que albergaba en su interior era algo tan incomprensible como terrorífico... Pero esos gritos eran como martillos en mi cabeza...

El ser escondido tras la puerta roja había estado apartado del mundo desde los inicios de su existencia. No era más que una pobre víctima, un humano sin alma y sin amor que sólo había conocido la soledad. Su pelo era largo, oscuro y grasiento. No tenía dientes y tampoco uñas. Su piel estaba sucia, llena de pulgas... una simple capa que cubría sus huesos. Sin embargo, detrás de esa apariencia inhumana se escondía alguien que lo único que deseaba era poder respirar aire limpio. Por eso, aquel viernes lluvioso, dejó de gritar cuando el muro inquebrantable se abrió.

La niña entró despacio en la habitación. El aire que se respiraba era húmedo, cargado, asfixiante... como una mezcla de olor a cloaca y excrementos humanos. Avanzó a tientas y se quedó paralizada en medio de la diminuta habitación. El misterioso ser se dejó entrever a cuatro patas, dejando que la luz del pasillo le iluminara.

- ¿Cómo te llamas?- preguntó la niña.

El ser se quedó mirando a la chiquilla, no se movía, apenas respiraba. La niña se sentó a su lado.

- No se si me vas a entender o no... mi nombre es Clara.

Clara cogió la mano del ser misterioso y lo condujo hasta fuera. El ser se puso a llorar.

Han pasado diez años. Clara lee un libro estirada en el césped. Es primavera, hace sol y viento y las flores desprenden aires de dulzura. Levanta la mirada y allí está, jugando con el viejo gato de la mansión. Ahora tiene el pelo del color del oro, sus brazos y piernas ya no son palos, su piel es rosada, sus ojos desprenden vida... La mira, le sonríe y le da una amapola.

Entre el murmuro de los árboles, las hojas del libro y los ruidos de la lejana civilización entreoímos un leve gracias acompañado de mucho amor.

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